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2016 Prensa y documentación

Teatro El Paso propone su RICARDO III

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“El parto es un acto violento”, sostiene Jean Genet, dramaturgo francés. El Ricardo III, de William Shakespeare, transpira violencia en cada acto: a un crimen le sucede otro crimen, y así hasta at infinitum. En la obra que nos propone Teatro El Paso, de Pereira, ni la sangre ni el poder sacian la sed de Ricardo de Gloucester. Es, sin embargo, una obra sobria, limpia que sin derramar una gota de sangre muestra la violencia en toda su crudeza.

Existen mil y una maneras de montar un Shakespeare, incluidas las manieristas. De todas ellas en esta puesta en escena se ha optado por la parodia. César Castaño, dramaturgo y actor se mofa de Ricardo y de sus circunstancias. Un parto por cesárea del contrahecho villano, para concebir la caricatura que él mismo interpreta. Y como quiera que los hilos de la trama los maneja a la perfección, los personajes de la historia le vienen como anillo al dedo, le sirven a la puesta, literalmente, como marionetas.

Si un dramaturgo italiano de mediados del siglo XX, Carmelo Benne, pregonaba despojar al personaje de “sus ansias de poder”, quizá para hacerlo más humano, el Ricardo al que asistimos, sin renunciar del todo al deseo irrefrenable por alcanzar el poder (que no la gloria), sí se regodea, hasta el paroxismo, en su megalomanía galopante, en su exceso de confianza en sí mismo. Como en un manual de superación personal, de sobrevaloración de la autoestima, de autoafirmación del ego, traza, irresistible, su sino maldito.

 

“Yo, que no he nacido atractivo –se dice–. Yo, que soy un ser deforme, que no sé del amor, he decidido ser villano”. Así, con esta petición de principio conduce sus acciones, se toma todas las licencias que la villanía le permite, es un fuera de la ley. Tal vez la única ley que le gobierna es la ley del deseo. Deseo a lady Ana y puesto que la deseo (“pero no por mucho tiempo”) decido su viudez del príncipe Enrique, a quien asesina. He ahí una oda a la seducción, en que la actriz (Juana Gutiérrez) se vale de un aria operática, para cantar sus lamentaciones, con el acompañamiento de un solo de guitarra, cual una saeta, el canto andaluz de semana santa.

La partitura musical al servicio del histrionismo actoral, que permite desdoblamiento y distanciamiento de la acción (dramática). –Ya estoy a cien palabras de contener el llanto que me produce la risa de este Ricardo III, en toda su irreverencia y desparpajo–. El coro de voces acompasadas con el sonido del acordeón hacen de la escena una mojiganga, cual cómicos de la legua o de la literatura de cordel que llevaban noticias de otras épocas.

Síntesis bien lograda, recursos narrativos de gran factura. Concebir la manipulación del poder como un acto de magia (mafia), disponer de muñecos de diferentes formatos (títeres de guiñol, gatillo o tijera, máscaras, manipulación a la vista con técnica japonés del Bunraku), que aporta versatilidad al obviar la multiplicidad de personajes o la escena de “lectura dramática” que resuelve la secuencia de crímenes de víctimas propiciatorias de este asesino en serie, asunto que toma varias escenas en el texto original.

La vix comic del actor/personaje/titiritero, que hace de esta tragedia una farsa-denuncia de los usurpadores del poder, ese engendro de la ambición desmedida de todas las épocas –desde la isabelina hasta nuestros días–, que en esta puesta en escena, con todo su sarcasmo, revisa y pone al día la tragedia original: ¿Traición a la tradición de esa gesta de traidores? ¿Concesión al espectador del aquí y el ahora? Es el riesgo que se corre entratándose de versiones libres. Lo único que sale maltrecho de esta obra corrosiva en su humor profano es el poder. El teatro reivindicado, el espectador, ídem, reconfortado con el goce estético.

 

* Crítico invitado, periódico El Gesto Noble, Antioquia.

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