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2016 Prensa y documentación

Comentario por Albeiro Montoya Guiral

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¿Cuáles son las intenciones del artista con su labor? ¿Darle una voz a sus vísceras, a las entrañas de un pueblo? ¿Dejar una constancia de lo más anodino y cotidiano visto a través de la estética? ¿Capturar el humo, la luz del instante, como un niño en un frasco, para luego contar a los grandes que en su mano se posó lo eterno? O, tan siquiera, ¿ganar un premio, hacer de esas vísceras un negocio sostenido por el aplauso del pueblo? ¿Recoger las piltrafas de sí mismo a cambio del éxito y fingir una sonrisa ante las cámaras asediantes?

Preguntas todas cuyas respuestas dependan quizá de la perspectiva de cada uno, pero que se encuentran unas planteadas y otras desarrolladas en Boss Cara de Toro, obra de El Paso Teatro. Un boxeador latinoamericano que alcanza la gloria en La Gran Manzana, que sabe golpear con tenacidad y furia, como un bisonte oscuro, a los más temibles contrincantes, pero que cae por nocaut en el primer round, como un niño enfermizo, en la pelea de la vida. Saber ser un púgil pero no saber ser un hombre, domesticar la fama y ser el animal de la indiferencia son las nocivas virtudes de Boss. Y lo peor: no saber amar. Tenerlo todo para construir una familia feliz y ser un inexperto albañil. No saber a dónde llegar porque al caminar lejos del barrio el camino se iba borrando detrás. Y al llegar a la cumbre estás solo, eres el único en la montaña, el último peldaño es el vacío.

La obra es en últimas el desmoronamiento de la vida del artista, del actor, en este caso, concebido como un peleador que descubre su farsa, que es un Gólem del destino, un peón en el tablero, y que llega un momento en que por mejor que conozca la fórmula del éxito, hay peleas compradas para perderse por personajes sin rostro. La lona está llena de corazones de porcelana.

En Boss Cara de Toro convergen el canto, la música en vivo, el blues, muy de acuerdo con el tiempo en que la obra se sitúa. La actuación de Nathaly Hernández Gutiérrez ayuda a alcanzar instantes de gran comunión de todos los elementos de la obra, emergida de la atmósfera roja, y del humo presentes el mayor tiempo de esta, pero pareciera no encontrar el ímpetu, esa ferocidad sutil propia de la mujer fatal que no se encuentra en ninguna otra y que la obra necesitaba por sus características.

Por otro lado, Boss, interpretado por César Castaño, director y dramaturgo del grupo, nos golpea a fragmentos de espíritu, nos lanza una y otra vez certeros golpes de palabra, mostrándonos cómo se levanta un hombre y enfrenta la vida como se debe. Se podría pensar que la obra es la partición del actor, del dramaturgo y del hombre, desenmascarando las preocupaciones y poniendo en cuestión las inquietudes de cada uno. ¿A quién vimos en el escenario?

Es una metáfora de la derrota Boss Cara de Toro, la radiografía de un ámbito manipulado por los intereses de lo mediático que hoy en día se podría traducir en el mundo del fútbol, los héroes que ayer vendían los medios eran boxeadores, hoy son futbolistas, nada ha cambiado: la gente les exige con iracundia lo que al gobierno ni siquiera le pediría con pasividad, los eleva hasta el hartazgo en representación de los ideales más inútiles, para dejarlos caer por diversión, y abandonarlos. Lo absurdo es que de esas mismas aguas han bebido, beben aún, los actores, los poetas. Púgiles que no saben sobrellevar “El éxito / de todos los fracasos. / La enloquecida /fuerza del desaliento…” para citar a Ángel González. Boss Cara de Toro está llena de intermitencias, de disonancias, pero ¿no es así precisamente el mundanal ruido?

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